La ciudad ya
no estaba sucia. Hacía días que había terminado la huelga de barrenderos y ya mucha
gente probablemente ni se acordaría de ella. Y sin embargo mientras me dirigía
a la Cantinilla no podía dejar de seguir sintiendo la podredumbre en la que se
había ido convirtiendo Madrid. Muchos edificios del centro parecían
destartalados, como si una mano decisora hubiese ido señalando bloques y
estos apareciesen aquí y allá desportillados, con los muros apuntalados o
convertidos en meros solares.
Iba predispuesto a verlo así, esa
es la verdad. Llevaba días, imbuido quizá por el hecho de ver tanta basura por
las calles, que me rondaban diversas cuestiones por las sienes, se me habían
ido amontonando, y me presionaban las neuronas sin un punto de unión. Recordaba
la iniciativa de un grupo de personas, (Madrid, ciudadanía y patrimonio,
se llamaban) que enseñaban y denunciaban
ante todo aquel que les quería escuchar el
patrimonio a punto de desaparecer de la ciudad mediante visitas guiadas. No
se me iba de la cabeza la imagen esplendorosa del frontón Beti-Jai en sus mejores
tiempos, y barruntaba y puteaba contra todo aquel que le estaba dejando caer, pese
a su carácter de bien de interés cultural, simple y llanamente por estar en una
de las zonas más golosas de la ciudad urbanísticamente hablando. Recordaba la
conversación, unos días atrás, que tuve con un amigo acerca de cómo se
organizaba una exposición
al arquitecto Miguel Fisac, al que no hacía mucho tiempo el ayuntamiento
había permitido que se derribase La
Pagoda, uno de sus edificios más emblemáticos. Tampoco se me olvidaban
aquellos palacios
y palacetes, edificios y casonas, que mostraban a la calle su
degradación y pedían por sus grietas el golpe de gracia que diera con ellos en
el suelo.
Caminaba, pues, con la mente
puesta en estas cosas y la mirada en los edificios que me circundaban, camino
de la Cantinilla. Algo me faltaba. No entendía el porqué de tanta desidia,
de tanto destrozo. Pensaba que el Cantinero tendría las palabras justas
para aclararme cómo una ciudad como Madrid dejaba caer sin pudor tanta historia,
tanto patrimonio. Y es que a veces acudía a la Cantinilla como quien acude a un
oráculo.
Pero el Cantinero andaba a lo
suyo. Despachaba desde la barra los últimos sándwiches y bocadillos y servía
cervezas a algunos de los clientes habituales, que ese día andaban
desperdigados por el bar. Me saludó, me puso una cerveza, y se dio la vuelta dejándome
con mis quejas en la boca. Solía pasar. Cada vez que iba a la Cantinilla con
ganas de hablar, él se mostraba esquivo y apenas me hacía caso. Era como si lo
supiese, como si quisiera alargar ese tiempo, esa atmósfera de espera que
precede a la confesión. Él marcaba los tiempos.
Sentado en el taburete, en mi esquina,
seguía dando vueltas a la imagen de Madrid. Recordaba el manchurrón que le
hicieron a una de sus
más bonitas imágenes, la de la Almudena y el Palacio Real vistos desde el
Manzanares, en forma de nosequé museo de cristales y hierros, ¡como si
no hubiese suficientes edificios históricos vacios para hacerlo en otra parte!;
el intento, por suerte echado atrás de nuevo en los tribunales, de crear lo que
llamaban el mini-Vaticano
justo detrás de la basílica de San Francisco; la cabezonería de mover el
ayuntamiento al palacio de Cibeles, dejando los edificios de la plaza
de la Villa, centro del poder durante siglos, vacíos de sentido; releía el artículo
del El País, en el que se expresaba un lamento similar por la ciudad; y no
dejaba de recordar las palabras de la alcaldesa, muy ufana ella, en las que
afirmaba que, aunque
se encontraran restos antiguos, la llamada “Operación Canalejas” se llevaría a
cabo, dejando muy claro lo que le importaba la historia de su ciudad.
-Y luego encima se preguntan
por qué cae el turismo en Madrid- me dijo el Cantinero cuando ya, por fin,
se acodó frente a mí al otro lado de la barra, a escuchar mis penas.
Apenas quedaban en la Cantinilla
cuatro o cinco clientes, solitarios esa noche, salteados entre la barra y las
mesas de la Cantinilla.
- Lo que atrae al turismo
aquí es el arte, la cultura y la historia- continuaba -El turista
que viene a Madrid no es de los de borrachera fácil como el de Levante. No se le
engaña así como así. Busca la capital del antiguo imperio español, conteniendo
los tesoros de su pasado glorioso. Busca el arte del Prado, del Reina o del
Thyssen enmarcados en una ciudad histórica.
Me habló de cómo cada uno de los
recortes en cultura suponía un mandoble más al turismo de Madrid. De cómo la
ciudad estaba perdiendo su esencia, su homogeneidad, su historicismo, convirtiéndose
en un discontinuo de bloques históricos y edificios de nuevo cuño, en los
que el ladrillo, el cemento, el cristal y el acero malconvivían rompiendo a
cada paso las líneas y balconadas tradicionales de las calles.
-Hay verdaderos horrores en
ese sentido. Mira la comisaría de la calle Montera o la torre de Valencia junto
al Retiro. Mira el pegote de edificio que hicieron detrás de la casa de las
siete chimeneas ¡que encima es la sede del ministerio de cultura! O ahí mismito
el edificio del Ministerio de sanidad. A ti que te gusta andar date una vuelta
y cuenta los solares que hay por Fuencarral, Hortaleza o Chueca. Las casas
apuntaladas que se ven en Malasaña. ¡Por no hablar de Lavapiés! Hay zonas en
Madrid que parecen recién salidas de un bombardeo.
Mientras el Cantinero enumeraba
me iba tomando cuerpo la imagen de la degradación progresiva del Madrid histórico,
la pérdida de identidad que conllevaba, la ruptura de la estética de la
ciudad, la falta de un plan integral que salvara lo que iba quedando.
-Cualquier turista con dos
dedos de frente que viene a Madrid se tiene que marchar horrorizado. ¡No vuelve
más!- recalcaba.
Y seguía diciéndome que esto no
era algo sólo de ahora. Que generaciones de políticos y responsables de
urbanismo habían estado dando patadas al centro histórico, obviando la
idiosincrasia de la ciudad, destruyendo cuanto les venía en gana sin la más
mínima consideración por su patrimonio ni por su propia ciudad. Y, lo que
sorprendía aún más, que generaciones de madrileños habían mirado con
indiferencia lo que pasaba, habían dejado hacer sin decir nada, dando la
sensación que a nadie le importaba un pimiento su ciudad. Y no sólo en Madrid. Esto
pasaba en cualquier ciudad de España, a excepción de las que él llama
“ciudades decorado”. Se había ido acabando con un sinfín de edificios y
trazados históricos. Se había apostado por edificios nuevos y nuevos proyectos
en las afueras, dejando los centros a merced de la ruina.
-Yo he visto a pie de calle echar
abajo el barrio de Budierca, en Guadalajara. Destruyeron el trazado histórico
de un barrio medieval para construir dos edificios de mierda. Sí, dos edificios
de mierda que por muchos colorines que les pongan no son más que la
descendencia bastarda de más de 1000 años historia.
Enfrascado en la conversación no
me había dado cuenta que la Cantinilla se había vaciado ya. No era la primera
vez que me pasaba… El Cantinero, mientras recogía, seguía hablándome de
destrucción y patrimonio, de nula conciencia patrimonial de los políticos de
turno, de la apatía del ciudadano por defender su patrimonio, de la necesidad de un plan de
actuación a largo plazo en Madrid, de la re-creación de una
ciudad convertida en centro cultural de referencia mundial que volviese a
atraer al turismo…
–Y que se dejen de tantas
zarandajas con Eurovegas y su puta madre.
Apuré el vaso y me despedí de Él.
Pasaban ya la una de la noche
cuando salí. El barrio de las letras seguía siendo un bullicio de gente, mezcla
de turistas y locales. Caminaba despacio, fijándome en las personas que se
cruzaban conmigo. Distinguía el caminar lento del turista, que de tanto en
tanto señalaba o fotografiaba algún detalle de tal o cual edificio, contrastando
con el andar cabizbajo del madrileño, enfrascado en sus asuntos o sin levantar
la cabeza del móvil. Ninguno miraba lo que le rodeaba. Al cruzar Atocha ya había
hecho mías las palabras del Cantinero acerca de lo poco que valoraba el
madrileño su ciudad, la herencia que le habían dejado sus antepasados: si un día tiraban un edificio
y levantaban otro, muchos no se darían ni cuenta del cambio. Total, ¡qué más daba! Seguiríamos nuestro camino como burros con
anteojeras, flanqueados por dos bloques, por dos muros, daba igual si eran de
cemento o de sillares, si llevaban ahí puestos cinco siglos o cinco semanas.
Y fue ya entrando al portal de mi
bloque, al dejar todo ese Madrid atrás, cuando caí en la cuenta que me había
marchado de la Cantinilla sin pagar.
-¡Joder!- pensé –Otra vez.