26 nov 2013

Agrio lamento por Madrid y su patrimonio.



La ciudad ya no estaba sucia. Hacía días que había terminado la huelga de barrenderos y ya mucha gente probablemente ni se acordaría de ella. Y sin embargo mientras me dirigía a la Cantinilla no podía dejar de seguir sintiendo la podredumbre en la que se había ido convirtiendo Madrid. Muchos edificios del centro parecían destartalados, como si una mano decisora hubiese ido señalando bloques y estos apareciesen aquí y allá desportillados, con los muros apuntalados o convertidos en meros solares.

Iba predispuesto a verlo así, esa es la verdad. Llevaba días, imbuido quizá por el hecho de ver tanta basura por las calles, que me rondaban diversas cuestiones por las sienes, se me habían ido amontonando, y me presionaban las neuronas sin un punto de unión. Recordaba la iniciativa de un grupo de personas, (Madrid, ciudadanía y patrimonio, se llamaban)  que enseñaban y denunciaban ante todo aquel que les quería escuchar el patrimonio a punto de desaparecer de la ciudad mediante visitas guiadas. No se me iba de la cabeza la imagen esplendorosa del frontón Beti-Jai en sus mejores tiempos, y barruntaba y puteaba contra todo aquel que le estaba dejando caer, pese a su carácter de bien de interés cultural, simple y llanamente por estar en una de las zonas más golosas de la ciudad urbanísticamente hablando. Recordaba la conversación, unos días atrás, que tuve con un amigo acerca de cómo se organizaba una exposición al arquitecto Miguel Fisac, al que no hacía mucho tiempo el ayuntamiento había permitido que se derribase La Pagoda, uno de sus edificios más emblemáticos. Tampoco se me olvidaban aquellos palacios y palacetes, edificios y casonas, que mostraban a la calle su degradación y pedían por sus grietas el golpe de gracia que diera con ellos en el suelo.

Caminaba, pues, con la mente puesta en estas cosas y la mirada en los edificios que me circundaban, camino de la Cantinilla. Algo me faltaba. No entendía el porqué de tanta desidia, de tanto destrozo. Pensaba que el Cantinero tendría las palabras justas para aclararme cómo una ciudad como Madrid dejaba caer sin pudor tanta historia, tanto patrimonio. Y es que a veces acudía a la Cantinilla como quien acude a un oráculo.

Pero el Cantinero andaba a lo suyo. Despachaba desde la barra los últimos sándwiches y bocadillos y servía cervezas a algunos de los clientes habituales, que ese día andaban desperdigados por el bar. Me saludó, me puso una cerveza, y se dio la vuelta dejándome con mis quejas en la boca. Solía pasar. Cada vez que iba a la Cantinilla con ganas de hablar, él se mostraba esquivo y apenas me hacía caso. Era como si lo supiese, como si quisiera alargar ese tiempo, esa atmósfera de espera que precede a la confesión. Él marcaba los tiempos.

Sentado en el taburete, en mi esquina, seguía dando vueltas a la imagen de Madrid. Recordaba el manchurrón que le hicieron a una de sus más bonitas imágenes, la de la Almudena y el Palacio Real vistos desde el Manzanares, en forma de nosequé museo de cristales y hierros, ¡como si no hubiese suficientes edificios históricos vacios para hacerlo en otra parte!; el intento, por suerte echado atrás de nuevo en los tribunales, de crear lo que llamaban el mini-Vaticano justo detrás de la basílica de San Francisco; la cabezonería de mover el ayuntamiento al palacio de Cibeles, dejando los edificios de la plaza de la Villa, centro del poder durante siglos, vacíos de sentido; releía el artículo del El País, en el que se expresaba un lamento similar por la ciudad; y no dejaba de recordar las palabras de la alcaldesa, muy ufana ella, en las que afirmaba que, aunque se encontraran restos antiguos, la llamada “Operación Canalejas” se llevaría a cabo, dejando muy claro lo que le importaba la historia de su ciudad.

-Y luego encima se preguntan por qué cae el turismo en Madrid- me dijo el Cantinero cuando ya, por fin, se acodó frente a mí al otro lado de la barra, a escuchar mis penas.

Apenas quedaban en la Cantinilla cuatro o cinco clientes, solitarios esa noche, salteados entre la barra y las mesas de la Cantinilla.

- Lo que atrae al turismo aquí es el arte, la cultura y la historia- continuaba -El turista que viene a Madrid no es de los de borrachera fácil como el de Levante. No se le engaña así como así. Busca la capital del antiguo imperio español, conteniendo los tesoros de su pasado glorioso. Busca el arte del Prado, del Reina o del Thyssen enmarcados en una ciudad histórica.

Me habló de cómo cada uno de los recortes en cultura suponía un mandoble más al turismo de Madrid. De cómo la ciudad estaba perdiendo su esencia, su homogeneidad, su historicismo, convirtiéndose en un discontinuo de bloques históricos y edificios de nuevo cuño, en los que el ladrillo, el cemento, el cristal y el acero malconvivían rompiendo a cada paso las líneas y balconadas tradicionales de las calles.

-Hay verdaderos horrores en ese sentido. Mira la comisaría de la calle Montera o la torre de Valencia junto al Retiro. Mira el pegote de edificio que hicieron detrás de la casa de las siete chimeneas ¡que encima es la sede del ministerio de cultura! O ahí mismito el edificio del Ministerio de sanidad. A ti que te gusta andar date una vuelta y cuenta los solares que hay por Fuencarral, Hortaleza o Chueca. Las casas apuntaladas que se ven en Malasaña. ¡Por no hablar de Lavapiés! Hay zonas en Madrid que parecen recién salidas de un bombardeo.

Mientras el Cantinero enumeraba me iba tomando cuerpo la imagen de la degradación progresiva del Madrid histórico, la pérdida de identidad que conllevaba, la ruptura de la estética de la ciudad, la falta de un plan integral que salvara lo que iba quedando.

-Cualquier turista con dos dedos de frente que viene a Madrid se tiene que marchar horrorizado. ¡No vuelve más!- recalcaba.

Y seguía diciéndome que esto no era algo sólo de ahora. Que generaciones de políticos y responsables de urbanismo habían estado dando patadas al centro histórico, obviando la idiosincrasia de la ciudad, destruyendo cuanto les venía en gana sin la más mínima consideración por su patrimonio ni por su propia ciudad. Y, lo que sorprendía aún más, que generaciones de madrileños habían mirado con indiferencia lo que pasaba, habían dejado hacer sin decir nada, dando la sensación que a nadie le importaba un pimiento su ciudad. Y no sólo en Madrid. Esto pasaba en cualquier ciudad de España, a excepción de las que él llama “ciudades decorado”. Se había ido acabando con un sinfín de edificios y trazados históricos. Se había apostado por edificios nuevos y nuevos proyectos en las afueras, dejando los centros a merced de la ruina.

-Yo he visto a pie de calle echar abajo el barrio de Budierca, en Guadalajara. Destruyeron el trazado histórico de un barrio medieval para construir dos edificios de mierda. Sí, dos edificios de mierda que por muchos colorines que les pongan no son más que la descendencia bastarda de más de 1000 años historia.

Enfrascado en la conversación no me había dado cuenta que la Cantinilla se había vaciado ya. No era la primera vez que me pasaba… El Cantinero, mientras recogía, seguía hablándome de destrucción y patrimonio, de nula conciencia patrimonial de los políticos de turno, de la apatía del ciudadano por defender su patrimonio, de la necesidad de un plan de actuación a largo plazo en Madrid, de la re-creación de una ciudad convertida en centro cultural de referencia mundial que volviese a atraer al turismo…

–Y que se dejen de tantas zarandajas con Eurovegas y su puta madre.

Apuré el vaso y me despedí de Él.

Pasaban ya la una de la noche cuando salí. El barrio de las letras seguía siendo un bullicio de gente, mezcla de turistas y locales. Caminaba despacio, fijándome en las personas que se cruzaban conmigo. Distinguía el caminar lento del turista, que de tanto en tanto señalaba o fotografiaba algún detalle de tal o cual edificio, contrastando con el andar cabizbajo del madrileño, enfrascado en sus asuntos o sin levantar la cabeza del móvil. Ninguno miraba lo que le rodeaba. Al cruzar Atocha ya había hecho mías las palabras del Cantinero acerca de lo poco que valoraba el madrileño su ciudad, la herencia que le habían dejado sus antepasados: si un día tiraban un edificio y levantaban otro, muchos no se darían ni cuenta del cambio. Total, ¡qué más daba! Seguiríamos nuestro camino como burros con anteojeras, flanqueados por dos bloques, por dos muros, daba igual si eran de cemento o de sillares, si llevaban ahí puestos cinco siglos o cinco semanas.

Y fue ya entrando al portal de mi bloque, al dejar todo ese Madrid atrás, cuando caí en la cuenta que me había marchado de la Cantinilla sin pagar.


-¡Joder!- pensé –Otra vez.